AURORAS BOREALES EN LA PENÍNSULA IBÉRICA DURANTE EL SIGLO XVIII: UN CASO OBSERVADO EN LA PROVINCIA DE OURENSE.


A pesar de ser poco habituales en nuestras latitudes, la observación de auroras boreales a lo largo del siglo XVIII fue relativamente habitual en toda la Península Ibérica, estando descritos ochenta casos a lo largo de la centuria. De su observación en Galicia nos ha llegado la descripción de este fenómeno observado en diciembre de 1737 en la comarca del Ribeiro, época en la que su presencia estaba todavía vinculada a la aparición de grandes desgracias. En España se seguían las teorías europeas que relacionaban su origen con las emanaciones terrestres iluminadas por los rayos solares; pocos eran los autores que las relacionaban con el magnetismo terrestre y la radiación solar.

Pocos científicos del siglo XVIII pudieron dar una explicación verosímil acerca del origen y naturaleza de las auroras boreales, un fenómeno del cual fueron registrados 80 casos entre los años 1716 y 1790, lo que supone una media de una al año, aunque hubo paréntesis en los que no se detectaron y algunos años en que se observaron varias. Su aparición se ha relacionado con periodos de gran actividad solar y siempre han llamado la atención del ser humano que, tradicionalmente, las ha relacionado con la aparición de desgracias y malos augurios. Se trata de fenómenos que tienen lugar en las capas altas de la atmósfera, estando vinculados con la actividad solar, las manchas solares y el campo geomagnético de la Tierra, observándose principalmente en las zonas próximas a los polos. La difusión del término Aurora Boreal se debe al científico francés Pierre Gassendi, aunque el origen del nombre es atribuido a Galileo.

Este artículo gira en torno a la descripción que dejó escrita un testigo ocular de una aurora boreal la noche del 16 al 17 de diciembre de 1737 en la aldea de Cabanelas (Concello de O Carballiño, Ourense). El autor, Anselmo Arias Teixeiro, era miembro de una conocida familia de la hidalguía rural gallega y su descripción es coincidente con varias observaciones referidas desde otros puntos de la península ibérica en la misma noche. Teixeiro describe esta aurora boreal en el seno de un manuscrito que recoge sus observaciones sobre la naturaleza que le rodea en el entorno de Cabanelas a mediados del siglo XVIII:

Hoy, 16 de diciembre de 1737, luego que anocheció, se dejó ver en el cielo una nube roja (como cuando a la puesta de Sol se ven) y a veces blanca, que despedía de sí bastante resplandor y luz. Venía de oriente a poniente, discontinuada y duró muchas horas y, aún, hasta el día.

El autor de la observación no la denomina como aurora boreal porque podía desconocer este término que, en 1737, pocos manejaban[1] pero, como veremos a continuación, está constatada su observación  desde diferentes puntos de la península aquella noche. El padre Feijoo fue el primero en aplicar el término aurora boreal en 1737, en una época en que su estudio era prácticamente desconocido en nuestro país. Del contenido de la cita, Teixeiro deja ver que no le sorprende el fenómeno aunque, probablemente, era la primera aurora boreal que observaba porque no fueron tan abundantes en la primera mitad de siglo como en las últimas décadas y hasta principios del siglo XIX.[2] Fueron, por tanto, fenómenos relativamente frecuentes en la Península, de los cuales hay registros minuciosos, como el efectuado por Salvá i Campillo (1751-1828) a nivel nacional. En latitudes tan bajas como la nuestra (entre 36º - 47º) no son habituales actualmente pero sí en épocas pasadas.
En la siguiente imagen podéis ver la aldea de Cabanelas (O Carballiño) en la actualidad.
 

El magnetismo terrestre genera un campo magnético alrededor de la Tierra que entra y sale por ambos polos. A la región atmosférica donde este campo entra en contacto con los vientos solares se la denomina Magnestosfera, capa en donde las partículas que componen el viento solar son desviadas, evitando su impacto contra la atmósfera terrestre. Las erupciones solares de gran magnitud se perciben, por ello, en forma de auroras boreales porque los electrones del viento solar son atrapados por el campo magnético terrestre e interaccionan con los átomos de O y N, liberando éstos el exceso de energía recibida en forma de fotones.
En la siguiente imagen podéis ver cómo funciona el campo magnético terrestre.
 

Tal como describe Teixeiro, en latitudes bajas como la de Galicia, la observación de estos fenómenos habría de ocurrir en el área más al norte de la bóveda celeste. La aurora observada en el Ribeiro aparece también registrada en varios puntos[3] de la Península (Madrid, Oviedo, Córdoba, Salamanca, Valencia o Lisboa) y, anteriormente a ésta Teixeiro pudo ser testigo de la registrada en diciembre de 1730, ya que fue descrita en varios puntos del norte de Portugal. Dos periódicos de la época, Diario de los literatos y la Gazeta de Lisboa occidental se hacen eco de la misma aurora observada en Galicia y el padre Feijoo es testigo de ella desde su convento en Oviedo.

Según los testimonios registrados, parece que el intervalo de observación de esta aurora (la novena que se veía en aquel siglo) fue entre las 17 horas y las 3 h de la mañana, aunque el observador del Ribeiro nos indica que aún era visible al amanecer. Algunos manuscritos de la época describen la aurora de 1737 como un fenómeno con una luz radiante roja, mientras que en Portugal las crónicas señalan que a la puesta del Sol en la tarde del 16 de diciembre se comenzó a ver por el horizonte, hacia el norte, una serie de imágenes rojizas, como “llamaradas de fuego” y unos rayos plateados que alcanzaban en altura hasta la estrella polar (Vaquero, J.M., 2003), abarcando todo el espacio entre el noroeste y el noreste. El fenómeno duró, según las crónicas manuscritas, hasta las 10 de la noche pero era visible todavía a las 4 de la mañana. Las observaciones desde diferentes puntos del territorio portugués son semejantes a las descritas desde nuestro país[4]. De la observación en Madrid se indica su posición hacia el nordeste, apareciendo como un globo de fuego muy brillante y vivo que provocó en las nubes una coloración roja muy intensa. Otro registro la describe como una pirámide resplandeciente cuya punta se acercaba a la estrella polar, que decayó a partir de las 12 de la noche y se mantuvo hasta las 3 de la mañana. 
También denominadas como Luces del Norte, las auroras fueron fenómenos tradicionalmente asociados a malos augurios, catástrofes y desgracias. Hasta mediados del siglo XVIII las teorías sobre su origen seguían siendo las mismas que siglos atrás, en que fueron observadas con relativa frecuencia en Europa hasta 1621. Desde aquel año y durante un periodo de casi cien años no se tienen referencias sobre las mismas. Por entonces se las incluía dentro de los fenómenos atmosféricos, cuyo origen se atribuía a la combustión de materias gaseosas emanadas del interior de la Tierra. Esta escasez de observaciones coincide con la ausencia de manchas solares, fenómeno conocido como Mínimo de Maunder; tras este periodo de casi cien años la siguiente observación tuvo lugar el 17 de marzo de 1716 en gran parte de Europa. A partir de esta observación y de las posteriores de los año 1726 y 1730 se incorporaron a su estudio varios investigadores, como Celsius, Halley o Frobes, pero en los años centrales del siglo, entre 1738 y 1764 no hay observaciones registradas porque el óvalo solar se mantuvo situado al norte de los 43º y por ello no se observaron desde una latitud tan baja como la nuestra. Los datos ofrecidos por Salvá i Campillo evidencian un descenso del número de observaciones a partir de 1793 debido a la disminución de la actividad solar, efecto denominado Mínimo de Dalton. Por tanto, en el primer ciclo de observaciones hay 9 registros y en la segunda mitad un total de 72. Por otro lado, en la Península Ibérica la primera gran aurora observada en aquella época fue la del 19 de octubre de 1726, de la cual existen referencias escritas.
          Al igual que en otros países de nuestro entorno, en España varios investigadores intentaron dar una explicación adecuada al fenómeno observado; así, Villarroel explica su origen como algo debido al exceso de calor en el interior de la tierra, que es captado por las nubes junto a otras sustancias emanadas desde la superficie terrestre hasta que las nubes se rompen e inflaman estas sustancias.
 
Posturas más acordes con el método científico las defendían en nuestro país el padre Feijoo[1], que cita la aurora de 1737, el médico Andrés Piquer,  el científico Antonio de Ulloa, que las observó en el hemisferio sur y en la última etapa del siglo, Viera y Clavijo que las relacionó ya con las radiaciones solares.
 
Entre los años 1778-1790 aumentó el número de auroras observadas en la Península, registrándose 57 en ese periodo. Después de la observada el 13 de julio de 1787, se publicaron varias obras y artículos sobre su naturaleza, a pesar de lo cual no se hay una respuesta común en el ámbito científico español. Poco antes, en 1786 se publicaban las Observaciones sobre las Auroras Boreales vistas en España en la revista Memorial literario que, en julio de 1787 publicaba también una Descripción de la Aurora Boreal observada el 13 de este mes y, un mes después, una Adición o carta sobre la verdadera causa de la Aurora Boreal. Un año más tarde, Núñez Arenas, en referencia a la aurora observada el 23 de junio, señalaba que su origen podría estar en la reflexión de la luz solar en los hielos del polo y, por su parte, el científico barcelonés Salvá i Campillo también llevó a cabo estudios sobre la aurora observada los días 14 y 15 de noviembre de 1789, ofreciendo teorías sobre su origen En los años finales del siglo el número de auroras fue disminuyendo, siendo la de octubre de 1792 la última observada en aquella centuria, de la cual se hizo eco el Diario de Barcelona con una Noticia de la Aurora Boreal observada en Barcelona el 13 de octubre de 1792.


Y hasta hoy …
                                                                                               Dr. Miguel Alvarez Soaje








[1] Feijoo, B; De las batallas aéreas y lluvias sanguíneas. Cartas eruditas y curiosas. Vol 1, carta IX, Madrid, Herederos de Francisco del Hierro, 1751.











 




[1] El término  aparecía ya en el Diccionario de Autoridades de 1727 pero no así en la literatura científica, en donde aparece por primera vez en 1739. En la época en que lo describe Teixeiro era habitual referirse a ellas como globo de luz, ráfaga de luz, phenómeno meteorológico o phenómeno ígneo.
[2] En Barcelona hay constatadas 19 auroras boreales entre 1780 y 1825.
[3] De las 80 auroras registradas a lo largo del siglo ésta descrita por Teixeiro es la única de la que tenemos constancia en Galicia, pero fue la tercera más registrada. La aurora de la cual hay mayor número de registros fue la de 1726 (47 registros). Le sigue la de 1716 (44 registros) y la siguiente es la observada por Teixeiro (21 registros que pasan ya a 22 con el que referimos en esta comunicación).
[4] Se publica una obra en nuestro país al año siguiente, traducida del portugués con el siguiente título, Juicio philosophico, astrológico, theologico, moral, político sobre el phenomeno que en el dia 16 de diciembre del año 1737 apareció sobre el horizonte septentrional a las cinco de la tarde (…) y subsistió hasta las siete de la mañana del día diez y siete (M. Rodrígues, 1742). La Gazeta de Madrid incorporaba en enero de 1738 una Dissertación metheorologica sobre el phenomeno que se descubrió en el orizonte de Madrid el día de 16 de Diziembre pasado, por D. Mariano Hayen Torrero.

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